martes, 24 de febrero de 2015

Aníbal

Corre el año 183 a.C. Aníbal mezcla en una copa el veneno que llevaba en su anillo de hierro. Está de huésped en la corte del rey Prusias, en Libisa, que lo ha traicionado entregándolo a sus enemigos eternos, pero Aníbal, como su padre (que prefirió saltar a un río antes que ser tomado prisionero), optará por la muerte. En esos últimos momentos en que siente el gusto amargo de la gloria marchita, quizás haya visto el atardecer rojo, los colmillos nevados de los Alpes que se incrustan en el cielo, los cuervos que vuelan en picada sobre los despojos de tantos ejércitos romanos, la cabeza de su hermano Asdrúbal siendo lanzada en su campamento por sus enemigos, los llantos de las vírgenes vestales barriendo los templos con sus cabellos, la mirada cruel de su padre frente al altar de sacrificio, Sagunto en llamas, los anillos de los senadores en el jarrón que Magón lleva como muestra de la hazaña a casa, la traición de Masinissa, la entrevista con Escipión el joven con la mezcla de odio y admiración mutua, el intento desesperado de dar batalla en Zama, las carcajadas en el senado que ocultaban las lágrimas de su corazón. Ante todo, habrá vuelto a escuchar lo que le dijo Maharbal esa tarde del 216 a.C., en ese atardecer rojo: “Aníbal, sabes como obtener la victoria, pero no sabes como aprovecharla” Cuando los legionarios entraron, Aníbal ya había dejado este mundo.

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